Breve Historia Desconocida: Maksim, el Último Gato de Leningrado.

Maksim, el Último Gato de Leningrado.

Durante la Segunda Guerra Mundial o Gran Guerra Patria, en el corazón helado del invierno de 1941, cuando la ciudad de Leningrado (actual San Petersburgo) se convirtió en una prisión de hielo, hambre y muerte, el destino de un pequeño gato llamado Maksim emergió como símbolo inesperado de resistencia y ternura.

Mientras los proyectiles caían, la gente moría de inanición y los animales desaparecían del paisaje urbano, el pequeño Maksim sobrevivía. Este gato, delgado y gris, no sólo vivió el asedio más largo y mortal de la historia moderna, sino que lo hizo ofreciendo a sus humanos algo más valioso que comida: esperanza.

El sitio de Leningrado, comenzó el 8 de septiembre de 1941 y el 27 enero de 1944, lo que suponen 2 años, 4 meses y 19 días, fue una de las operaciones más brutales de la Segunda Guerra Mundial. Las fuerzas de la alemana nazi, con apoyo finlandés, rodearon completamente la ciudad, cortando todos los suministros de alimentos, energía y medicinas. Casi tres millones de personas quedaron atrapadas, incluyendo más de 400.000 niños.

Breve Historia Desconocida: Maksim, el Último Gato de Leningrado.
Ciudadanos de Leningrado abandonando sus hogares drestrozado por los bombardeos Nazi
RIA Novosti archive CC BY-SA 3.0

A medida que avanzaba el bloqueo, los alimentos se iban agotando. Las raciones diarias bajaron a niveles inhumanos: 125 gramos de pan al día para los trabajadores no manuales. Se fabricaba pan con serrín y celulosa. La gente comía pegamento, cuero hervido, pasta de papel. La muerte por inanición era constante, y el canibalismo dejó de ser un tabú para convertirse en una pesadilla inevitable.

Cuando comenzó el asedio la población no estaba dispuesta a comerse a los gatos, pero según pasaban los meses y el hambre se hacía más atroz, se comenzaren a cazar los gatos. En medio de este infierno, los gatos —fuente potencial de carne— desaparecieron de la ciudad, convirtiéndose con el tiempo en un apreciado manjar.

Los gatos, antaño omnipresentes en los callejones y patios de Leningrado, fueron poco a poco cazados y comidos, por pura necesidad. El resultado fue una segunda tragedia para los sitiados: sin gatos, la ciudad cayó bajo el dominio de las ratas. Estas hordas de roedores, sin depredadores naturales, se multiplicaron descontroladamente, infestando almacenes, hogares y hospitales. Comían lo poco que quedaba de alimento humano, pero también invadían ataúdes y contaminaban reservas de grano. Atacaban a las personas mientras dormían mordisqueándoles la cara y hasta arrancando parte de la carne, convirtiéndose en un problema de salud pública tan grave como la hambruna misma provocada por los nazis.

En este contexto desesperado, aparece la figura de Maksim, un gato doméstico que, de algún modo, sobrevivió al sitio. La historia fue registrada por Vera Vologdina, quien vivió junto a su madre y su tío en Leningrado durante el asedio. El gato Maksim nació en 1937 en la familia de Vera Nikoláyevna Vologdina en la calle Bolshaya Podyacheskaya, era el gato de la familia, y su supervivencia fue casi milagrosa. En lugar de vivir la vida despreocupada y bien alimentada de un gato doméstico, Maksim tenía hambre y estaba desnutrido, y pasaba mucho tiempo en una habitación con poca calefacción. No se le permitió salir para protegerlo de miradas codiciosas y hambrientas de los vecinos. Además, lo encerraron bajo llave, para evitar que el tío de Vera accediera al animal, quien todos los días casi con los puños exigía que se comieran al gato. Su historia fue recuperada en los años posteriores como una rareza: una anomalía afectiva en medio del desastre.

Allí, en una cámara fría, un loro llamado Jaconya pasó sus días difíciles con él, quien se alejó completamente del hambre y se quedó callado. Para alimentar al pájaro, Vologda cambió un arma por un puñado de semillas de girasol. El gato Maksim, cuyo pelaje se le había caído a mechones y no le habían quitaron las garras, una vez subió a la jaula del loro, pero no para comer, sino para calentar al pájaro moribundo con su calidez. Esta imagen impresionó tanto a todos que tuvo tal efecto en mi tío que dejó de acosar al gato. El loro Jaconya no pudo sobrevivir a la hambruna. Murió unos días después. Y el gato Maksim sobrevivió, convirtiéndose en un símbolo y parte de la historia de la ciudad sitiada.

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Vera Vologdina con Maksim.

Lo que salvó a Maksim no fue la suerte, sino el amor. Según el testimonio de Vera, su tío, al borde del hambre, propuso comerse al gato más de una ocasión. La madre se negó. Lo protegieron. Maksim era mantenido en una habitación cerrada cuando salían, lo alimentaban como podían y lo trataban como un miembro más de la familia.

El caso de Maksim fue una excepción. La mayoría de gatos perecieron o desaparecieron. Cuando terminó el sitio, Maksim se convirtió en una celebridad local, cuando la vida empezó a mejorar, la leyenda de Maksim se extendió por toda la ciudad. ¡Los habitantes de Leningrado fueron a presenciar el extravagante milagro de un gato vivo!

Pero tras la liberación parcial de Leningrado en 1943, las autoridades soviéticas entendieron que la falta de gatos era un problema real. Las ratas habían invadido hospitales, escuelas, panaderías, archivos y almacenes de trigo. La solución fue tan pragmática como inusual: se enviaron trenes cargados de gatos desde otras regiones del país, para salvar a Leningrado de los voraces roedores.

Algunos de los gatos fueron liberados inmediatamente en la estación, otros fueron distribuidos a los residentes. Para meter un gato en casa, la gente estaba dispuesta a pagar 500 rublos (se vendía a mano un kilogramo de pan por 50 rublos, el salario del vigilante era de 120 rublos). Incluso después de la victoria, los familiares de Leningrado enviaron no sólo comida y ropa, sino también gatos de otras ciudades de la URSS.

Cuando la situación en la ciudad se estabilizó se produjo un nuevo envío de gatos, esta vez de Siberia, específicamente para proteger las valiosas obras de arte del Hermitage y otros palacios y museos. El más famoso de estos transportes trajo cuatro vagones de gatos ahumados —una variedad rusa de pelaje gris, reconocida por su instinto cazador— que fueron distribuidos entre instituciones públicas y hogares.

Cuenta la leyenda que los gatos de Kazán eran brillantes cazadores de ratones. En 1745, la emperatriz rusa Isabel I encargó 300 gatos, que se convirtieron en su guardia peluda y protegían su habitación de los roedores. Se cree que la estirpe de estos felinos sobrevive hoy en día en los gatos que viven en el Museo del Hermitage de San Petersburgo.

Estos gatos se convirtieron en héroes silenciosos. No sólo acabaron con la plaga de ratas en pocos meses, sino que también restauraron algo intangible: la sensación de normalidad, de vida cotidiana. Volver a ver un gato durmiendo en un alféizar era, para muchos leningradenses, señal de que la vida podía continuar.

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Yeliséi, en las calles de San Petersburgo. Foto Andréi Rumiántsev

La contribución de los gatos al renacimiento de la ciudad no fue olvidada. En el año 2000, San Petersburgo inauguró dos monumentos dedicados a ellos: Yelisey y Vasilisa, dos gatos de bronce emplazados en la calle Malaya Sadovaya y en la cornisa del edificio número 3 de la ciudad. Yelisey mira altivamente hacia abajo, vigilando la calle como si buscara ratas; Vasilisa, en el edificio de enfrente, parece ronronear bajo el sol invisible del norte.

Estos gatos de bronce no son simplemente decoración: son parte del mito urbano. Se dice que quien logra lanzar una moneda que quede sobre uno de los pedestales recibirá buena suerte. Más allá de la superstición, ambos monumentos representan un reconocimiento público a los animales que contribuyeron a salvar a la ciudad.

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Vasilisa

El caso de Maksim nos recuerda algo esencial sobre la guerra: que no sólo se libró entre ejércitos, sino también en las cocinas, en las camas, en las jaulas de loros y debajo de las mantas. La supervivencia fue, en muchos casos, un acto de obstinación amorosa. Proteger a un gato mientras uno mismo muere de hambre es, en cierto modo, un acto de rebeldía: decir que uno todavía tiene alma.

En la historia oficial del sitio de Leningrado, hay poco espacio para los gatos. La épica soviética prefirió destacar los sacrificios humanos, los logros del Ejército Rojo, la resistencia del pueblo. Sin embargo, entre las grietas de esa narrativa, aparecen figuras como Maksim: silenciosas, peludas, persistentes. Seres que no combatieron, pero sobrevivieron. Y en su supervivencia, nos recuerdan que la ternura también puede ser heroica.

Hoy, cuando se piensa en el sitio de Leningrado, se habla de cifras: más de un millón de muertos, tres inviernos sin comida, 872 días de infierno. Pero detrás de cada cifra hay historias individuales. Algunas heroicas, otras desgarradoras. Y algunas, como la de Maksim, profundamente humanas.

Su historia no es sólo una anécdota con animales. Es una ventana hacia una dimensión íntima de la guerra: la del hogar que resiste. Maksim no salvó a nadie de morir, no cazó ratas, no contribuyó a la liberación de la ciudad. Pero fue salvado. Y ese simple acto —salvar a un animal cuando el mundo se desmorona— es también una forma de preservar lo mejor de nosotros.

En tiempos donde la deshumanización parecía total, donde incluso comer carne de gato era considerado una necesidad, alguien decidió que no, que no lo haría, que protegería a ese ser pequeño aunque no ofreciera nada a cambio. Ese gesto vale tanto como una victoria militar.

El último gato del sitio de Leningrado murió en 1957, veinte años después de que se iniciara uno de los horrores más prolongados del siglo XX. Maksim no fue embalsamado, no fue enterrado con honores. Pero su memoria, conservada en testimonios como el de Vera Vologdina, sigue viva.

Hoy, mientras millones de gatos duermen tranquilamente en hogares de todo el mundo, vale la pena recordar que uno de ellos, alguna vez, vivió y sobrevivió entre el fuego y el hielo de una ciudad asediada. Y que su existencia, contra toda probabilidad, fue un pequeño milagro de compasión humana.

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