– Pero, ¡¿qué clase de sorpresa es esta?!- preguntó ella indignada.
– El coche no es la sorpresa.- le respondió él pasivamente mirando fijamente a sus ojos enojados.
– Me traes aquí, a la playa en mitad de ninguna parte, con los ojos vendados, ¿para qué?
Sin escuchar sus palabras, el hombre dirigió su mano a la guantera del coche. Extrajo un revólver y sin mediar palabra disparó dos veces contra el cuerpo de su esposa, que yació en la arena tras salpicar al capó con su sangre.
Arrojó el arma contra la oscura guantera, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta, lo golpeó un par de veces y dejó un cigarro atrapado en sus labios. Al encenderlo le dio dos fuertes caladas, y aspiró con satisfacción el humo. Tras su momentáneo éxtasis, salió del vehículo, con las llaves en la mano. Abrió el porta equipajes de donde recogió una pala, se alejó un par de pasos del coche y comenzó a cavar.
Hacía más de cuatro años que se habían casado, y nunca había llegado a ser feliz. Tenía poco más de treinta años, ella cuarenta y cinco, y nunca había probado la felicidad hasta el día en que conoció a la mujer de sus sueños.
Era de ese tipo de mujer que consiguen lo que se proponen, y aún siendo más joven que él tenía una mentalidad muy superior a la suya. Suya fue la idea.
Se acercó al cuerpo, y arrastrándola por las extremidades inferiores la condujo hasta el profundo pozo que había cavado en la arena. Poco a poco, la suelta arena, fue cubriendo el rostro desfigurado y sangrante. Hasta cubrirlo por completo.
Sacó las llaves del vehículo del bolsillo de la chaqueta, arrancó el coche y se dijo a sí mismo con voz alta.
– El aire acondicionado tampoco es la sorpresa.